Desde que Verónica Castro cantaba “estrés, estrés, estrés todo el día, pero mala noche, ¡NO!”, comencé a preocuparme por el famoso estrés. Primero porque yo escuchaba es tres, es tres, es tres… y como yo apenas estaba aprendiendo a leer el reloj, pues imaginen mi confusión. Después, tampoco entendía porque los adultos se peleaban con el día y defendían la noche, como si estuvieran viviendo dos realidades contradictorias “Día, me destruyes así…”. Creo que ahí fue cuando experimenté compasión por primera vez. Pobres señoras y señores cuya vida los devora, los carcome y los destruye. Me juré no convertirme en alguien así, aunque no siempre lo logre.
Vivimos en una sociedad que promueve, provoca, administra, trata y cura el estrés. Por cada uno de esos verbos existe una industria que invierte millones de dólares y otros recursos para mantenerse a flote, dirigiendo la vida y el talento de la mayoría de las personas hacia un sistema que por definición somete al cuerpo y a la mente a niveles de exigencia insostenibles.
Como la esclavitud física es ilegal y políticamente incorrecta, entonces se inventan otro tipo de sometimientos que en apariencia son voluntarios. Las jornadas diarias hasta altas horas de la noche y las clases de meditación y yoga son dos rostros de la misma moneda. El Diablo y Dios en el mismo lugar. A pesar de meditar desde hace años y acompañar a otras personas en la administración y acomodo de su propia presión, es verdad que aún no encuentro salida a este laberinto moderno, impuesto y en teoría de avanzada.
Si el tema fuera aritmético, bastaría negarse a participar del sistema de exigencias sociales y económicas para sanar la situación. La trampa radica en el sistema de premios, recompensas y castigos. Estar ocupado es la insignia a la que aspiran novatos y profesionales, mientras más horas de nuestra agenda estén activas, mas importantes parecemos. Uno de mis jefes se ufanaba que los hombres más ricos del mundo no se daban el lujo de pasar una semana desconectados de sus negocios para dedicarse a su familia o a sus amigos. El problema es que los lemmings que trabajaban en la misma oficina le creían y se suscitó una carrera de sacrificios que provocó el quiebre de la empresa y de la vida personal de más de uno de sus directivos.
Sin embargo, la faz del estrés que más me preocupa es la interna. El síndrome general de adaptación -nombre científico del estrés-, modifica el balance de neurotransmisores, hormonas y plasticidad cerebral. Podría tratarse al igual que una adicción; nuestro cuerpo y nuestra psique se adaptan al nivel extenuante de presión y en la ausencia de la misma, nos cuesta regresar al estado relajado, nuestro cuerpo modificado no tiene claro un retorno. Al igual que el tabaquismo y el alcoholismo, el estrés es una adicción socialmente aceptable, con grupos de cabildeo que los sostienen. Los estudios más modernos acerca de las adicciones reportan que la falta de vínculos es lo que da lugar a una adicción. ¿Cuál es el vínculo lastimado, roto o inexistente que fomenta el abuso del estrés?
Me atrevo a esbozar una hipótesis. Si el estrés es en realidad una adicción que permite nuestro sometimiento -una esclavitud moderna-, que se mantiene a través de un complejo juego de premios y castigos, nos encontramos en un laberinto psicológico y económico sin salida: hemos perdido el sentido de libertad. Conceptual, orgánica y socialmente estamos ante una confusión que nos desconecta, nos desarticula y termina por aplastarnos, a menos que aprendamos de nuevo a respirar, como dicen los gurús.
¿Para qué nos sirve vincularnos de nuevo con la libertad? ¿Es la libertad un anhelo o realmente existe? ¿Vale realmente la pena jugarnos el cuerpo y todo lo demás? Mientras los otros siguen peleándose con sus días, respiremos y sigamos cuestionando. A mí, por lo pronto, no me alcanza para pagar el precio del estrés.
Shoshana Turkia
Socia fundadora de Presente Continuo
shoshana@presentecontinuo.com.mx
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