De todos es bien conocida la perorata de la presión social y mediática para conseguir el cuerpo perfecto, como si los estándares de salud y belleza fueran homogéneos sin importar fenotipo, entorno o decisiones individuales. La fórmula secreta no lo es tanto: come bien, haz ejercicio y mantén tu mente ocupada; pero cuando la formula empieza a fallar, por la edad, por los químicos en los alimentos o porque simplemente es imposible recuperar el cuerpo que habitábamos hace veinte años, entonces buscamos nuevas variaciones que nos regresen las medidas perfectas o que por lo menos nos eviten sentir que somos un hipopótamo bailarín de Fantasía.
¿Te gusta tu cuerpo? –esa incomoda pregunta digna de encuestas, programas completos de televisión y una industria millonaria de gimnasios, dietas y cirugías- me ha dado vueltas en la cabeza y esta semana hasta le metió un susto a mi corazón.
El miedo es la emoción que más detesto, siento en automático sus efectos físicos y anímicos; primero me paralizo, después me enojo y más tarde, pasada la adrenalina, entonces reacciono. No me gusta reconocerme tan vulnerable. Me es difícil pensar claro cuando el miedo se presenta, sobre todo cuando es repentino y la solución no está en mis manos. Porque es cierto que hay miedos racionales, que llevamos un rato enfrentando y buscándoles solución y otros, que afloran a raíz de un accidente o un cambio insospechado de circunstancias. Por ejemplo, el miedo a no ser independiente y no envejecer con dignidad es racional, en consecuencia, hago ejercicio moderadamente –aun no entro en la moda de correr maratones- y procuro comer sin gula y sin prisa, pero no me ahorro el postre los domingos. Mi cuerpo es el cúmulo de esas decisiones, hoy estoy contenta con mi piel y lo que contiene, aún hay días donde sí me detengo a ver los efectos de la gravedad y del paso del tiempo.
No siempre fue así. He transitado, no sin dolor, por la angustia de tener un cuerpo grande, entrado en carnes y cuya belleza difícilmente será reflejada en una revista o en una película. Conozco de cerca el rosto de la vergüenza de ir a un evento social donde la talla de mi vestido es la más grande de la fiesta. En aras de la verdad confieso que clínicamente ni siquiera soy obesa, tengo sobrepeso.
Cuando me divorcié, para curar mi alma en pena y aquel defecto de no tener una pareja que me acompañe -como dice mi querida abuela-, me ofrecieron un regalo para empezar de nuevo. Era un presente sin dolo ni segundas intenciones más que hacerme caber en el nuevo mercado de la soltería. El obsequio incluía varías cirugías estéticas y una pensión para que no tuviera que trabajar durante mi recuperación. Mis senos sin la huella de dos años de lactancia, mis caderas fértiles reducidas y con la promesa de no albergar más grasa, mis muslos no tendrían que volver a luchar con pantalones demasiado ajustados y mis brazos flácidos quedarían más moldeados que los de Madonna. ¿Quién dice yo?
Lo consideré, y no por poco tiempo, incluso asistí a la consulta donde el cirujano dibujó en mis sobradas pieles como debería de ser mi yo perfecto. Todas lo están haciendo, no hay tantos riesgos, no seas tan exagerada; me repetían las voces entusiasmadas con mi regalo. Así seguro te pescas a un buen galán. ¡BINGO! Ese fue el argumento que me ayudó a fincar mi decisión.
La buena voluntad de mi famoso regalo ocultaba un miedo profundo: que yo no fuera lo suficientemente atractiva para seducir y mantener a un hombre que quisiera estar conmigo. ¿De quién era ese miedo? Porque es claro que ser económicamente independiente, creativa, sociable y haber leído más de tres libros no basta. La posibilidad de permanecer en la plancha, tener un paro respiratorio y quedar como vegetal o que algún órgano de mi cuerpo dejara de funcionar era menos peligrosa a que yo no encontrara un nuevo marido.
Decidí no hacerlo, no puedes compartir la vida con una pareja si no tienes vida. ¿Será exagerado mi miedo a la muerte? Quizá mi mayor miedo sigue siendo mutilarme, cortarme, ser otra solamente para caber; cuando lo hice no me funcionó. Hace poco regresó la oferta, volví a rechazarla. Desafortunadamente aún existen mujeres que no tienen la misma libertad.
Shoshana Turkia
Socia Fundadora de Presente Continuo
shoshana@presentecontinuo.com.mx
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