Todo deseo estancado es un veneno.
–André Maurois
Me gusta procurar el deseo, es la forma de reconocer el mundo que me rodea. Tratar de percibirlo sí con la mente y la razón, pero también a través de los sentidos, de la piel. Utilizo mi cuerpo como vehículo de exploración que me permite experimentar los diferentes estados de la materia y de las personas. Pienso con la panza y dejo que mi intuición me dicte su primera lectura. Ya después organizo las piezas de información hasta armar un rompecabezas que me acomode, que me haga bien. Es decir, veo el mundo como me conviene.
Hay tiempos que mi cuerpo me pide reposar, guardarse para sí mismo. Puedo mantenerme en un estado de contemplación y meditación dejando que fluyan la energía, las sensaciones y las ideas, sin el impulso de reaccionar. Sin embargo, otros días hay un fuego que me urge a moverme, a explorar, un fuego tan potente que exige alimento bajo la amenaza de no dejarme tranquila hasta satisfacerlo. Es el fuego creativo que sublimo a través de experimentos artísticos y del lenguaje, la mayoría de las veces terminan en un espacio tan íntimo que estoy segura que no verán la luz, pero se cuelan a mis otras creaciones; ya sea cuando estoy educando a mis hijos o trabajando en mi empresa. Sin importar que tan ambicioso sea el nuevo reto, el fuego de mi cuerpo sigue reclamando atención, necesita manifestarse en su forma más primigenia.
Ese fuego se transforma en energía vital que le da sentido a la materialidad que me rodea y el deseo se acumula, adquiere forma y palpita. Ante el incremento del deseo, mi cuerpo exige estímulos carnales, de nada sirve dejarlo en la fantasía. Todo suma, mis ideas, el entorno, la potencia de mi cuerpo; lo aprendido y lo que está por develarse. Mis orgasmos –ya sean personales o compartidos- son la manifestación más humana y sensible de mi presencia en el mundo. Esos segundos cuando el alma y el cuerpo se intercambian, son el alimento de mi vena creativa y comprendo, por fin, que fui creada a imagen y semejanza de Dios.
No tardé mucho en descubrirlo, siendo una niña atleta –nadadora, gimnasta y hasta bailarina en el mismo día-, intuí desde muy joven que conocerme me daría ventaja en las competencias, y que podría tener otras delanteras al hacerme aliada de mi cuerpo. Mi capacidad pulmonar, la fuerza de mis brazos, la flexibilidad de mis piernas y hasta la torsión de mi espalda eran temas frecuentes en mis monólogos internos. Dos segundos más bajo el agua eran la meta semanal. Determinación, curiosidad, exigencia, resistencia y sobre todo ritmo. Me observé durante años, acumular tensión antes de relajarme generaba un placer exquisito y adictivo. Ese conocimiento adquirido en la infancia, se ha convertido en una herramienta rejuvenecedora y vital en mi adultez.
La casualidad me regaló otro acierto. Entonces no podía, como no puedo ahora, relegar la responsabilidad y el conocimiento de mi corporalidad en otra persona. Mis entrenadores me exigían una brazada más, mi maestra de ballet me enseñó como mantener un elevé, pero nadie supo decirme que músculo mover para lograrlo, tuve que descubrirlo por mí misma, a prueba y error. Al apropiarme de mis experimentos íntimos, he logrado asumir la libertad de sentir, de crear y de excitarme sin gravar mi deseo en nadie más.
Confieso que también transité por la parálisis, la más cruel y dolorosa de todas. Cuando la única forma de domarme fue romperme la libido a punta de rechazos, agresiones pasivas e insultos velados, mi agresor utilizó el humo de mi propio fuego para ahogarme y lo permití. Durante años la incongruencia entre lo que mi cuerpo me decía y lo que las normas sociales me dictaban, me llevó al filo de la locura. Me obligué despojar a mi deseo de todo lo demás, destilarlo hasta su esencia o morir en vida. Tocarme de nuevo fue un acto de resistencia y sobrevivencia. Es hora de decirlo públicamente, después de años de anorgasmia impuesta, volver a sentirme, a palparme, a humedecerme fue parte de mi sanación. No pasó a la primera, fueron meses de exploración, de tratamiento conmigo misma, de buscarme en el espejo y en la piel. Por fortuna me encontré.
Hoy, ocho de agosto, es el día del orgasmo femenino y me cuestiono cuántas de las mujeres que conozco y con quienes convivo tienen este enorme placer de explorarse, de ser aliadas de sus cuerpos y ocupan su fuego interno para jugar y para crear. Les he preguntado y las versiones son variopintas. Empieza en la anatomía, recorre la falsedad del pudor y termina en confesiones que conjugan lo mismo llanto que carcajadas. Intuyo que somos la minoría. Lo veo en los rostros apagados, en las políticas públicas, en las parejas rotas, en los discursos. Existe una enorme presión por separarnos de nuestros cuerpos reales, de llenar el espacio entre culpas y falsas expectativas; de destruir el deseo y por lo tanto el verdadero poder de habitarnos y movernos por el mundo.
La revolución comienza en nuestros dedos, en las palmas de nuestras manos. ¿Quién más dice yo?
Shoshana Turkia
Socia Fundadora de Presente Continuo
shoshana@presentecontinuo.com.mx
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