Vivimos en los tiempos más fascinantes de la historia. Nunca como ahora los avances científicos, tecnológicos y mediáticos habían puesto en evidencia tan clara la gran contradicción humana. Todos los cánones anteriores han perdido cierta validez y los nuevos paradigmas sociales se desgastan tan rápido como la siguiente red social en boga. Es la época de la inmediatez y, aun así, la gestación humana sigue requiriendo de treinta seis a cuarenta semanas y hasta ahora nada ha logrado suplir los beneficios de ocho horas de sueño profundo y reparador.
Esta intensidad nos ha hecho mutar, somos completamente diferentes a nuestros abuelos. Ya no necesitamos siglos de evolución para que cambie nuestra morfología, ni nuestra dieta, ya ni hablar de los ritmos circadianos. Los niños de hoy comen completamente diferente a como nosotros lo hacíamos a su edad y, tienen habilidades técnicas y sociales que nuestra generación aun no logra adoptar por completo. Todo es más rápido y nos exige ser más hábiles, más astutos, más listos; en pocas palabras somos más voraces y nuestra vida cada vez depende de mayores soportes externos sobre los cuales no tenemos ni voz ni voto. Sin embargo, también somos la generación con mayor expectativa de vida y tenemos mayores – que no es lo mismo que mejores- opciones para elegir que cualquiera de nuestros ancestros e incluso que todos ellos juntos.
Reflexionemos, que todavía se puede, acerca de los vínculos sociales, por ejemplo. Hasta hace veinte años teníamos que lidiar con la familia –bueno solo con aquellos a quienes frecuentábamos-, las diez personas que veíamos constantemente en el trabajo y máximo cinco o seis parejas de amigos. Por más intensa que fuera nuestra vida social, a lo mucho nos comunicábamos con cincuenta personas al mes. Por si fuera poco, gozábamos del privilegio de contestarles cuando nos viniera en gana sin tanto problema; teníamos el pretexto que no llegó el correo, que no había señal del celular o que alguien más estaba usando el teléfono de la casa. ¡Éramos libres y no lo sabíamos! Controlábamos con quién hablábamos, para que fines lo hacíamos y en completa privacidad –a menos que nuestra madre estuviera escuchando del otro lado de la línea.
Hoy, la cantidad, frecuencia, y demanda de las personas con quienes interactuamos es ridícula y agotadora. Para muestra falta que se caiga la red de WhatsApp por un par de horas para que el mundo entero colapse, y mil millones de usuarios activos se encuentren descobijados, enojados y al borde de la angustia porque no pueden recibir el siguiente mensaje que nutra su ansia de saber y estar “conectados”. ¿Qué tipo de conexión nos urge en estos tiempos? La que sea, la que no nos recuerde que estamos solos, la que aminore el vacío porque allá afuera hay otros solitarios como yo, que también tienen miedo, que también desconfían de las autoridades y están confundidos. En estas épocas gritamos, hay escándalo, ruido y estridencia; las marchas cotidianas ya son internacionales y multitudinarias. Somos más y más quienes alzamos la voz. Somos más, pero, ¿realmente somos mejores?
Celebro la libertad de expresión, patrocino que cada vez más personas puedan decir lo que sienten y piensan –sí, tengo la esperanza que seamos más los libres pensadores. Sin embargo, también creo que ya no basta decirlo más alto, con el grito en el pecho, si no también más claro. Nos urge claridad y para lograrlo quizá un buen primer paso sería disminuir la frecuencia y la intensidad de los mensajes para aumentar su calidad y su impacto. Dicho de otra forma, a pesar de todo el universo digital y su velocidad, todavía necesitamos tiempo para que nos caiga el veinte.
Shoshana Turkia
Socia Fundadora de Presente Continuo
shoshana@presentecontinuo.com.mx
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