lunes, marzo 18, 2024
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Miedo y asco en Chilangotitlán.

Los desastres demasiado recientes poseen el inconveniente de impedirnos discernir sus lados positivos.

E. M. Cioran.

 

Una vez más en redes sociales, a propósito del #MeTooMusicos, se difundió y promovió el odio en todas sus variantes. Y otra vez se hicieron sentir algunos efectos de la nueva picota, la cibernética, visibilizada ahora con la trágica muerte de Armando Vega-Gil. Este odio circulante no solo confirma lo de la tiranía de los imbéciles que domina el medio, como decía Umberto Eco, o que el machismo no es únicamente problema de hombres, sino la importancia de llevar el debate fuera de redes pues por el momento no parece caber ahí el arcoíris de los matices que denuncias como estas traen consigo.

La ocasión ameritó que el activismo trascendiera los me gusta de Facebook, retuits y el llamado feminismo de hashtag, para pasar a la acción. Es significativo pues la palabrería, insultos y descalificaciones suelen cumplir su ciclo de dos semanas para desvanecerse y ser sustituidos por un nuevo escándalo sin que pase a mayores salvo abolladuras en la reputación. De ahí la importancia de no perder de vista que el problema central son los niveles de violencia contra las mujeres y lo que entre otras cosas produce, como el odio, la rabia, el miedo o el asco.

Algunas situaciones recuerdan al maestro del periodismo gonzo Hunter Thompson por aquello de los hechos desquiciados, delirantes, y el viaje por una pesadilla, que en este caso es la administración o procuración de justicia y sus mecanismos para hacer una denuncia. Lo que por supuesto debió incidir en el ánimo como anonimato ofrecido por el capítulo mexicano del #MeToo. Así las cosas, el muestrario nacional de los horrores y el terror revelan que la violencia machista y sus variantes si bien no es nueva en las últimas décadas han alcanzado dimensiones insospechadas.

Viacrucis contemporáneo.

De 2016 a 2018 en la CDMX cada día se abrieron en promedio ocho carpetas de investigación por algún tipo de agresión sexual, sin olvidar que el 98% de las víctimas no denuncia. A esto hay que sumar las otras formas de violencia rechazadas como presunto delito en las agencias del Ministerio Público, y multiplicarlo por el número de alertas de género en los distintos estados del país como de los feminicidios (249 en los primeros tres meses de este año según el SNSP). Y que estas ocho carpetas tan solo representan una fracción de toda esa violencia sin sentido basada en el poder, la fuerza y una naturalización social que ha hecho de la brutalidad cosa de todos los días.

Antes de denunciar se lidia con el problema de no querer reconocer las alertas de una pareja violenta, por ejemplo. Puede empezar por las cosas típicas de machín como no me gusta que te vistas así, estás muy escotada, todo el tiempo en el Whats y los chantajes. Comentarios sobre el cuerpo, lo que antes era virtud se vuelve defecto, y prohibiciones constantes. Incluso se puede reconocer que está mal pero la realidad se distorsiona, la situación se naturaliza y hasta se piensa que tal vez no es tan malo y por ratos se cree que no es violento. Lo que en principio también provoca que los sentimientos y emociones se crucen hasta que llegan uno o varios hechos que pueden poner en riesgo la propia vida en un catálogo de terror que va de la celotipia al asesinato pasando por amenazas, golpizas, estrangulamiento y todo tipo de lesiones imaginables. Quien decide romper con esto y denunciar cualquiera  de esta y otras violencias, a veces todavía más complicado porque hay hij@s de por medio y dependencias, se enfrenta al amedrentamiento constante como a un proceso que suele ser descrito como auténtico viacrucis. Reminiscencia bíblica que en ocasiones aparece en forma de culpa o vergüenza, como la pena de contárselo a la familia y pasar sola por todo, lo que de paso llega a resultar demoledor para el ánimo.

Aun así muchas lo hacen y entonces aparecen situaciones donde lo difícil es no pensar en Kafka y su proceso, que en México resulta algo más cercano al costumbrismo, mezclado también con algo de Dante y sus círculos del infierno, entre otras cosas porque aquí denunciar coloca a la víctima en duda social: al final es señalada, por hombres y mujeres, y no así su agresor. Entre todo esto no siempre se sabe a dónde ir o cómo denunciar, y cuando por fin se llega a esa suerte de mostrador-recepción el funcionario no es empático sino grosero, oye sin atender demasiado, mira con reprobación, gestos de burla y remata con un “para qué tiene esos novios”. De hecho, “es muy poco tiempo y no procede” aunque finalmente deja sentir que le hace el favor de pasarla al siguiente mostrador. Un segundo funcionario, con chamarra de piel, camisa blanca y desaseado, tras escuchar todo lo sucedido mira a la mamá de la víctima y le espeta un “cuídela más, ¿por qué deja que se consiga esos novios?”.

De ahí con el médico legista, hombre o mujer que busca signos visibles de que en ese momento la denunciante no esté borracha o drogada. Prueba de soplar y mira la lamparita, nada más. Con la vista mecánica de la burocracia busca en el cuerpo huellas de golpes, rutinario, nada exhaustivo pero que en cierto tipo de agresiones o estado de shock puede resultar bastante intrusivo. Todo lo asienta en un informe y la manda con el MP, al que debe esperar en una sala no menos de media hora. Al sufrimiento se añade la sorpresa, pues una vez dentro del pequeño cubículo este saca un código penal para simplemente decir que no procede la restricción que demandaba la víctima. Y que “ve muchas películas gringas. Eso es mentira y aquí eso no existe. Es orden de alejamiento (…) Mejor busque a la familia y arréglenlo en corto”. Queda el sentimiento de ser tratada como una pendeja y que manejan la ley como les da la gana. Lo cual se complementa con esa actitud, comentarios y comunicación no verbal de no me quite el tiempo con su desmadre de enamorados. Ya váyase a su casa, luego se reconcilian y el proceso ya no continúa. Y se apoyaba en otro abogado visiblemente inexperto para validar que no procedía, todo era llamarse Lic., entre ellos. Lic., esto, Lic., aquello, sí mi Lic. Y más caras de desaprobación al ver el grado de estudios de la denunciante.

Al igual que muchas otras, la víctima argumenta sobre la necesidad de al menos dejar un documento que sirva como antecedente por cualquier cosa que pueda pasar más adelante. En vano. Y tres horas después de nuevo a la calle tragándose la rabia, incertidumbre, angustia y miedo de que su agresor aparezca en cualquier momento, en la hora o lugar menos inesperado. Y la sensación, aunque no en todos los casos, de haber estado en algo parecido a una mala película llena de clichés con personajes mezcla de Damián Alcázar con el judicial Luis Felipe Tovar de Todo el poder, pues tampoco falta la charolota, concha o perrera, colgante en el pecho.

Aunado a lo vulnerable que se esté, donde intervienen otros factores, tras esto muchas ya no regresen y hasta pagan las consecuencias con más violencia o muerte. En casos donde procede, el desgaste suele cobrar  la forma de un tiempo que termina por aburrir o cansarlas. Ignoran que es parte de esa suerte de tácticas para inhibir la denuncia ante un exceso de trabajo que no para de acumularse y tiene a no pocos funcionarios de procuradurías al borde de un ataque, amenazados, mal pagados, peor tratados, con miedo, ansiedad, incompetencias o sesgos que les hace perseguir unos delitos y no otros. Aunque los protocolos existen, en los hechos no parecen estar muy claros los procedimientos a seguir además de insensibilidad, poca o nula empatía, falta de profesionalización y un ambiente laboral donde abunda lo machín en una tensión y contención permanente, lo mismo que otras formas de valentía no exentas de comportamientos fanfarrones.  

Último round.

En este afán por encontrar sino justicia al menos sí el cese de las agresiones, y en algunos casos hasta venganza, muchas no se resignan y buscan otras vías para que la denuncia prospere. Rechazada su denuncia en el MP una de tantas víctimas acudió al Inmujeres, una oficina medio derruida donde “la atención es menos peor”, y tras un primer filtro-mostrador acompañado de comentarios sobre género en plan aleccionador la atiende un abogado a quien repite detalladamente los hechos; la quinta vez en menos de dos días, con el desgaste que implica recordarlo todo una vez más con la sensación de ser cuestionada. Sin embargo, se le apoyó y canalizó con un MP que atendería el caso al día siguiente.

Tras formarse para pasar filtros de seguridad y caminar sola por un espacio laberíntico y deprimente, por fin habla con el contacto y el que supone era su jefe pues nunca dijeron de quién se trataba. La víctima repitió dos veces más lo acontecido, el asunto procedía y tras recomendarle poner cara de sufrimiento la mandan con el Ministerio Público. Pero antes al médico legista, quien repitió exactamente el mismo procedimiento rutinario. El Lic., aliado es más amable y pide contar los hechos una vez más, al preguntar por el grado de estudios comenta que debería buscarse una pareja de su nivel y que éstas muchas veces fracasan por eso. Y luego muchas firmas, tantas que el MP tuvo tiempo de reiterarlo como consejo mientras ella pensaba “para qué peleo”. El caso ameritaba protección policíaca y aplicar un Código Águila, así que la entrevistó otro jefe que en una llamada telefónica que atendía a la vez decía cosas en clave con tufo de turbiedad. Le sugirió fijarse con quien se relacionaba, que la protección duraría el mes y un agente ministerial se presentaría en su casa. Le creyó y después llegó un sentimiento de desolación pues nunca fue nadie.   

También la canalizaron a un centro de atención a la violencia, sólo que escribieron mal el domicilio y tuvo que ir a dos edificios distintos tras escuchar el consabido “ya les dijimos, pero no cambian la dirección”. Para entonces dolía la cabeza, el estrés se acumula, hay tensión, enojo, frustración y desesperación al ver como cada instancia hace lo que le da la gana. Tampoco dijeron nada sobre llevar fotocopias así que a la calle para sacarlas en un negocio estratégicamente ubicado. Y volver a formarse para entrar a un lugar oscuro y deslucido donde se espera con otras mujeres, igual o más golpeadas, como una joven en la cara con férula y su niña de siete años. Puede sentirse empatía como enojo, tristeza, desesperación y asco; de nuevo el asco, de todo. Se piensa en demasiadas cosas, sobre ellas y sobre una. Del qué la llevó a estar ahí al pudo ser peor, la confrontación consigo misma.

Para saber el nivel de riesgo debe llenar formularios que a no pocos recordará los test de revista, y de nuevo a relatar los hechos, igualmente abrumadores aunque ya sea fácil olvidar las veces que se han contado. Ahora frente a psicólog@s que no te miran a los ojos, con posición de yo soy aquí la autoridad profesional, y actitudes que parecen desestimar a quien no llegue visiblemente golpeada; y otra vez la sensación de que no te creen.  La psicóloga pregunta si tiene dónde quedarse o si prefiere ir al albergue, abren un expediente digital, le dan un carnet y queda programada su cita de atención psicológica para dentro de ¡dos meses! Por si el surrealismo fuera poco, debían pasar otros tres meses para que la denuncia llegara a la fiscalía y comenzar una querella que ellos mismos veían poco probable que saliera a su favor. En ese lapso se supone que también verificarían las cámaras de la zona donde ocurrió la agresión para saber si su dicho era cierto. Esté al pendiente señorita, y chéquelo por Internet. Más de tres horas y nadie preguntó cómo se sentía aunque el cansancio, decepción, tristeza y desolación fueran evidentes. Lo mismo que el miedo y la paranoia ahora alimentada por la sensación de no saber si su agresor aparecerá, que también obliga a cambiar rutinas, y en esa montaña rusa de emociones se puede pasar del enojo a la risa sin que falte el asco, las ganas de vomitar o de llorar. Y muy ciscada.

Epílogo.

En este caso intervino la familia del victimario y ante el desgaste negoció con ellos. Pero no todas las historias se resuelven de esta forma, y la espiral de violencia continúa al punto de que el gobierno decidió mantener el subsidio de 346 millones de pesos para albergues de este tipo de víctimas. La querella ahí quedó aunque pasó a formar parte de las estadísticas oficiales que corroboran el desastre de inseguridad  en la CDMX durante el (des)gobierno de José Ramón Amieva, cuando sucedieron los hechos, como de muchos otros gobernantes dados los extendidos niveles de violencia contra mujeres por todo el país. La PGJ de la actual administración recién anunció convenios con la secretaría de la mujer de la ciudad para que, entre otras estrategias, 46 abogadas capacitadas con perspectiva de género apoyen a las denunciantes y con una inversión de 300 millones alcancen las 156 licenciadas que además detectarán los riesgos que a diario enfrentan las víctimas y disminuir los tiempos de atención en el MP para que no desistan de denunciar.

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