Hollywood fue una vez reino, donde algunos mandaron sobre la vida y destino de cualquier aspirante a la inmortalidad del celuloide. Dueños de estudios como Louis B. Mayer, de la Metro Goldwyn Mayer, por ejemplo, no solo fabricaba en serie muñecas de carne y hueso, hacía o deshacía la carrera de estrellas de cine, prohibía embarazos y matrimonios e imponía cláusulas de <<moralidad>> en contratos donde sobre-explotaba a sus trabajadores. Y muchas décadas antes de la existencia del #MeToo, acosaba sexualmente actrices.
Por aquél lugar también merodeaban lobos con piel de rico. Algunos productores, que dieron forma a esa mitología del star system norteamericano con las llamadas súper producciones, donde no escaseaba el “vulgar, chabacano y charlatán”, pero con capacidad de encantar jóvenes de belleza deslumbrante como Elizabeth Taylor, y no sólo por las joyas de ensueño, obras de arte y otros regalos carísimos. O quienes eran muy ricos desde antes que revistas como Forbes o los reality shows hicieran de los millonarios una suerte de estrellas con ranking. Apellidos como Hilton o Howard Hughes, del que incluso hay película dirigida por Scorsese y parodia en Los Simpsons, que coleccionaba diosas de pantalla como manías y excentricidades. Entre otras, sus guardaespaldas mormones o conducir un auto viejo y abollado para salir con Ava Gardner, quien lo noqueó con una lámpara la noche en que por un reclamo la golpeó. Alguien “sucio, desaliñado y que solo hablaba de dinero”, “no usaba desodorante, comía como cura y vestía como un vagabundo”, a decir de mujeres que lo rechazaron.
Tampoco faltaron los artistas, gente como Artie Shaw, Frank Sinatra, Alfred Hitchcock, John Huston, o el enfant terrible Orson Welles, con debilidad por la belleza. Y eso que se casó con Margarita Cansino, mejor conocida como Rita Hayworth, el mito erótico creado con películas que nada tenían que ver con ella. De hecho, su vida se parece a otras en la industria del entretenimiento con padre explotador que incluso la abusó sexualmente, y pretendientes que se confundían con sus personajes o trataban de utilizar su fama. Ni los príncipes, no de cuento de hadas sino un playboy sibarita de Medio Oriente o el preocupado por recuperar el brillo perdido del principado y que vivía en un castillo rebosante de moho, protocolos medievales e intrigantes profesionales que no aceptaban a la recién llegada aunque se llamara Grace Kelly y gozara de una distinción que cautivaba.
Diosas de Hollywood es el libro más reciente de Cristina Morató, y en él aborda las vidas nada glamorosas de quienes fueron objeto del deseo y fantasías colectivas: ¿Quién no soñaría con tener una novia borracha y bellísima como Ava Gardner? O deslumbrante como la sex symbol Hayworth, con sensualidad al estilo de la elegante Grace, o perderse en el color violeta de unos ojos como los de Elizabeth Taylor, cuya verdadera tragedia a decir de un amigo suyo, fue que “no existe un hombre en el mundo que no consiga con tan solo chasquear los dedos”. Tuvieron el don para que la cámara retratara su hermosura, pero el precio a pagar fue alto y más allá de una vida con lujos padecieron a los primeros paparazzi o los titulares escandalosos por romances e infidelidades en esa prensa rosa cuya frivolidad años después acabó en chisme, rumor, acuerdos comerciales y la persecución-exhibición de la intimidad de las personas, especialmente si pasan por malos momentos. Que es nada si se compara con los contratos leoninos que debieron firmar para hacer películas, o lo que pasaron para vencer sus inseguridades y timidez; incluido el carecer de infancia y otros tantos motivos que contribuyeron a soledad, divorcios y demás teatro del desengaño que incluyó mucho alcohol, sexo, drogas y estruendosas peleas que incluían golpes, lanzamiento de objetos y violencia verbal. Además de guiones con estereotipos como la <<devora hombres>> o una <<destroza hogares>>, tan útiles para multiplicar el machismo del propio público femenino.
La obra, escrita en tercera persona, que se lee con facilidad y emplea como fuente biografías y memorias de distintos personajes de la época, no sólo se remite al escándalo y los costos de sobresalir en un medio con tanta competencia. Busca mostrar la humanidad de esas diosas de celuloide con vidas mucho más intensas que la de cualquiera de sus personajes, retrata una sociedad que ya no es, o no del todo, dejando ver las formas en que mujeres de otro tiempo adquirieron poder y hasta cierto punto lograron imponerse en un mundo de hombres, como cantaba el gran James Brown. Una lectura para seguir en casa evitando el contagio, y olvidarse por un rato de la tragicomedia nacional.