VILLA DE AYALA, MORELOS, LA AXOCOCHE, JULIO DE 1905
Revisando las malas cuentas que no cuadraban en la casa de comercio, Nachito, valiéndose de las relaciones de su suegro, decide exportar los productos de sus haciendas de Tlacaque, Nanacamilpa y Cuatlapanga. Al terminar de maquinar su estrategia comercial, bastante enojado como de costumbre, decide, para serenarse, pasear por los alrededores acompañado de su guardia personal. Para quitarse el demonio de encima da un paseo a caballo por los lugares más frescos y cercanos a su enorme hacienda azucarera, aprovechando el viaje, revisa los trabajos para abrir los susodichos apantles de riego, tiene la serena convicción de que puede aumentar su fuerza y poder en todo el Estado de Morelos y parte del Estado de México.
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Al pasar por La Axocoche, un fresco ojo de agua que brota de la tierra, se le antoja descansar a la sombra de los viejos amozquites que los olmeca—tlahuicas utilizaban para demarcar sus tierras. Los ojos claros de Nachito se posan sobre el esbelto torso de un lugareño que baña a su tordillo detrás de unos cazahuates; al preguntar por su nombre, el guardia le dice que es un tal Miliano, uno de Anenecuilco, gran conocedor ecuestre. El animal da un relincho, el oriundo lo apacigua y siente una fuerte mirada sobre él, al voltearse, Nacho le sonríe al descubrir unos grandes bigotes negros y unos enormes ojos vivos que adornan el rostro del morelense. El citadino se levanta, se sacude a nivel de las nalgas el pantalón mugroso de tierra y con calma comienza a desnudarse, dejando ver una piel blanca como de conejo que contrastaba con el cuello y brazos enrojecidos por el sol. De un salto, se mete al agua que lo recibe fríamente.
—¡Ah, chispas! ¡Esto está helado!
Miliano observa la curiosa y divertida escena y le grita:
—Métase todo, si no le va a hacer mal.
El hacendado obedece como quien hace lo que papá dice, mientras aleja con asco las hojas rasposas de un árbol de níspero que se le adherían al cuerpo. Su blanca carne de guamúchil se pone de gallina; Miliano disfruta ver esto como si estuviera frente a un asustado potrillo albino que se baña por primera vez. El guardia, atento, levanta su amenazadora arma como diciendo: “Aquí estoy, pinche muerto de hambre”. Nachito lo mira y lo tranquiliza levantando la mano y pidiendo calma, pero con la demanda de ser obedecido. Apretándose la nariz, Nachito se sumerge por completo y al salir le exige al guardia que se aleje.
El guardia se encoge de hombros y se levanta de la piedra redonda de río en que se encontraba sentado, se pone la carabina al hombro y se pierde por ahí murmurando: —¡Chinga tu madre!
Al salir Nachito de las transparentes aguas, se echa el cabello para atrás y con curiosidad pregunta:
—Conque… sabes de caballos… ¿Dominas la materia?
Miliano se acerca al capitalino y con cierta violencia le quita enérgicamente el pañuelo rojo que Nachito llevaba todavía en el cuello, lo exprime con fuerza y vuelve a colocárselo, pero ahora delicadamente. Nachito siente la fuerza combinada con la ternura que tanto añora, era capaz hasta de pagar por ella.
—Eso, dicen, pero no haga caso, son los animales los que saben y reconocen a quién los trata bien —responde Miliano muy parco, pero haciendo el ademán con el cuerpo de que sí, sí era un gran conocedor de caballos.
Nachito no puede quitar la mirada de una extraña figura en forma de manita color púrpura que adorna el pecho oscuro y lampiño de Miliano. Siente que los dioses lo aman y que le están mandando una señal que cambiará su destino.
—¿Es un lunar o te la tatuaste? —pregunta Nachito señalando con la mirada el bronceado y vigoroso pecho del charro. Miliano, se rasca la cabeza, mira a Nachito como si quisiera fusilarlo y responde medio avergonzado luego de un suspiro:
—Pos…
Luego de ese “pos”, Nachito le arroja agua con las dos manos.
—¡A ver si se te borra la linda manita con agua!
Miliano no sabe qué intenta el fuereño este, le sujeta con fuerza de las dos manos y le dice firmemente:
—Yo no juego así, no soy vieja.
Cualquiera se hubiera asustado con ese vozarrón que sonaba a amenaza, pero Nachito, dueño del 90% de la producción del “oro blanco” de México, de los taxis que circulaban en la Ciudad de México, siendo además el mejor amigo del embajador gringo, el confidente del general al que apodaban “el chacal” y de ribete “yerno del suegro”, ni más ni menos que el yernísimo del propio presidente, no iba a temerle a un pobre conocedor de animales que se las daba de muy muy. “Sin embargo a éste, ¿quién sabe?”, pensó Nachito.
Entonces el silencio se alargó y las miradas de uno y de otro se acortaron, asfixiando delatores suspiros. Miliano ya había experimentado esa sensación en el pasado con primos y amigos cuando iba por las blancas jícamas al campo, cuando cortaba en la negra zafra y cuando comía el carnoso guamúchil, pero el “qué dirán” había agarrado bien la rienda del deseo brioso que bullía en su sangre. En cambio Nachito, se las sabía de todas todas, tenía todo un camino andado hacia adelante y de reversa, su mirada retó a Miliano como diciendo “yo sé que quieres algo más”. Miliano, por primera vez en su vida de macho, titubeó.
Nachito levantó la voz:
—Te equivocas, yo soy tan hombre como tú y te lo puedo demostrar en cualquier campo. Miliano lo miró desafiante, era la primera vez que, como hombre, se le ponían al brinco. —A mí me gustan hombrecitos que sepan tirar, montar a caballo y lazar un becerro —Nachito lo miró retándolo:
—A mí me gustan que fumen buenos puros, beban el mejor coñac y vistan los mejores trajes charros, ¿no es eso ser hombre?
Miliano se rascó la cabeza y no tuvo más remedio que aceptar que eso también era ser hombre.
—¡Chinga! Pos tiene razón.
Así dos hombres, muy hombres, se encontraron por primera vez en la Axocoche completamente desnudos y en espera de saber quién era el más hombre de los dos. La Linda y la linda manita púrpura del pecho de Miliano se unieron de esa manera.
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