En una de las ocho planchas de acero, hay un gran bulto blanco. La mirada del médico forense de la Ciudad de México, -que por instrucciones superiores calza botas industriales, traje y gorro Tyvek, mascarilla especial con filtro de carbono, (lo último en protección con 95% de eficacia), además de goggles y una careta de policarbonato-, se posa en el reloj de madera colgado en una de las paredes del anfiteatro del Instituto de Ciencias Forenses (INCIFO) de la Ciudad de México, que marca las 11 de la mañana con 7 minutos.
Las manos del especialista, están protegidas cada una, con guantes dobles de látex. Es ya una jornada pesada, el segundo cadáver, en lo que va de su turno, de 6 horas.
Se sabe que la víctima no fue mutilado, atropellado, baleado o acuchillado, así que no hay que revisar la reconstrucción de hechos ni tampoco aportar datos científicos que contribuyan a esclarecer el caso, pero sí hay que corroborar el certificado defunción que expidió el nosocomio en el que fue atendido y en el que se lee que se trata de un hombre desconocido que murió por COVID-19.
Su cadáver, ha sido enviado a este lugar, porque el Hospital no puede responsabilizarse del fallecido y al no ser reclamado por ningún familiar, quedó a disposición del Ministerio Público. Según la fuente consultada hasta el día de la publicación de esta nota, han llegado más de 15 cuerpos de indigentes, por la misma causa de muerte: COVID-19.
El experto en medicina legal baja los tres cierres de las bolsas que protegen al difunto. A primera vista, el aspecto y estado físico corroboran el hecho: vivía en la calle. El tiempo avanza y el protocolo va confirmando datos: Masculino, 1.68 de estatura, 77 años, sin signos de violencia, cabello entrecano, largo, rizado, -revuelto, sucio por la grasa propia a falta de agua y shampú-, barba canosa, que le fue saturando la barbilla y una tercera parte del cuello. En la mano izquierda lleva encajada aún la cánula venosa y trae puesto un pañal.
“Los cuerpos que vienen del hospital o de albergue por COVID 19, no serán autopsiados” y como ya se sabe de qué murió, entonces se procede a lavarlo con agua y cloro para luego ser fotografiado de frente y perfil.
Seis horas después, llega otro cuerpo a este lugar creado en el siglo XIX, como una institución de apoyo judicial para la ciudad. Ahora se trata de una adulta mayor de 78 años, proveniente de un albergue. Viene también en un envoltorio blanco de tres bolsas, ya en la plancha está el certificado de defunción del médico del lugar donde pasó sus últimos días y habrá que hacerle sólo el reconocimiento. A pesar de que está muerta, se le mira como si estuviera dormida, no se le observa afligida, sólo su mano izquierda está engarrotada, cerrado el puño como cuando un boxeador está a punto de soltar un jab. Quienes la llevaron, lamentaron no saber de su familia, “Qué mala onda que nadie la vaya a reclamar”.
Mientras llega el doctor forense, pienso en cómo es que alguien decide convertirse en un indigente más, como cientos que recorren la ciudad, el país…seguramente tuvo una historia a cuestas de declive personal.
Silencio.
Ha entrado a esta gran sala quién trabajará con su cuerpo y en voz media, eleva una oración para ella: “Señor, perdona todo lo malo que hiciera en su vida, recíbela y llévala hacia tu luz señor”
Doce horas más tarde, llega otro más, se trata de un masculino entre 62 a 65 años, la situación es distinta a los dos cuerpos anteriores porque él murió en la calle y habrá que cumplir con el protocolo al que tiene derecho para saber la causa de su muerte. Ahora es una doctora, la que entra envuelta con el equipo de seguridad blanco como el que usan todos sus compañeros de trabajo, se le ve segura, sabe que esta medida puede disminuir las posibilidades de contagio en tiempos de Coronavirus.
Los indigentes siempre serán para la mayoría una desgracia, pero esa mayoría olvida que sus derechos no se anulan y al igual que todos, tienen derechos civiles, políticos, sociales, económicos.
Si uno se adentra a su hoja de vida, se puede encontrar muchas similitudes con la vida propia, pues alguna vez o muchas veces amaron y se sintieron especiales, tuvieron el cariño y cuidado de sus padres, contaron con una vivienda digna, incluso fueron a la escuela, terminaron una carrera, eran productivos, buenos proveedores, pero en la curva o línea de la vida, -esa que se rige por eventos o circunstancias que marcarán la autobiografía de la persona y destino-, algo se salió de control y echaron todo por la borda y a la calle, sin otra cosa más encima que lo que traían puesto, sin la preocupación de dónde voy a dormir, dónde voy a comer, a dónde llegaré, sólo hay que respirar y vivir el día como venga y así es como van decidiendo quedarse y permanecer en un lugar que es de todos y de nadie: la calle, los primeros meses son los más difíciles, pero siempre encuentran otros como ellos, que les van enseñando las claves de cómo sobrevivir sin morir en el intento, y es cuando van creando sus propias reglas a partir de cero, negándose a recibir en su mayoría la ayuda de alguien a menos de que sea necesario y sólo aceptando el albergue cuando la lluvia vence los cartones y el frío entra por los agujeros de la ropa que han ido colgándose tal cual perchero humano.
He entrevistados a varios y a varias y aseguran que no aceptan quedarse en los albergues porque aunque se tienen las tres comidas, ahí se tienen que bañar, conservar limpio su espacio, dormir en un horario establecido, “Yo ya no quiero nada de eso” dicen algunos. Recuerdo que entreviste al “Ricky”, un hombre de 52 años que había sido atropellado y tendía una lata de sardina junto a su pierna engangrenada en la escalinata del Metro Villa de Cortéz sobre Tlalpan, cuando miré su pierna, ofrecí conseguir un médico que pudiera medicarlo, la pierna ya estaba verdosa y las moscas revoloteaban, pero luego en el albergue dónde dormía, uno de los funcionarios me explicó: “Aquí tenemos médico, se le ha ofrecido atenderlo, pero entre más mal esté su pierna, más dinero le dan y si algún día se la cortan, tendrá la vida resuelta, porque entre más lástima dé, más dinero obtiene”, francamente, me frustré, ¿Perder una pierna?
Otra historia que me impactó fue una joven en la calle de Ayuntamiento, vivía en la calle porque su padre abusaba de ella, así que cuando pudo, se salió de casa. Tenía 16 años cuando la conocí y 6 meses de embarazo, en lo que entrevisté a otros, ella comenzó a activarse y nunca pude conseguir que respondiera una sola pregunta, sólo se reía de todo y de todos, ahora que escribo de ellos, me llega a la mente cuántos indigentes he conocido y reconocido en algunas zonas de la ciudad… ¿Cuántos con todo en contra sobrevivirán al COVID -19?
El filo del bisturí entra debajo del mentón del cuerpo del hombre adulto, la navaja corta a través del suelo de la boca, luego dos incisiones laterales siguen la cara interna del maxilar. La lengua se le ha extraído y se le hace un corte en la pared posterior de la faringe, luego comienza a disecar el espacio prevertebral con todas las vísceras del cuello, las cuáles secciona a su entrada al tórax, luego con mucha experiencia, la mano femenina hace una incisión cutánea en forma de U, necesaria para extraer por separado ambos pulmones, mediante la sección del hilio que se aborda por detrás.
Aquí se hace una pausa, pues al abrir los pulmones saltan a la vista ramificaciones bronquiales, gracias a los cortes de la tijera fina, luego viene el examen de la mucosa y líquido de expresión, la abertura de los vasos y finalmente el reconocimiento de la parénquima con un corte que va del vértice a la base.
La grabadora se enciende: “Es evidente el daño, la destrucción pulmonar, habrá que esperar que dice el patólogo, en México apenas estamos comenzando a recabar muestreo…. Mmmm, el corte de pulmón se ve rarísimo. Mmmm, los Pulmones tienen material purulento (pus), cavernosos… Mmmm, se observan pequeñas esferas formadas en los alveolos que se pueden romper… Mmmm, la vía aérea está congestionada, trae mucho moco, y estos puntilleos de color morado que se observan en su piel fueron por la asfixia”, dice la especialista en medicina forense, conforme las horas pasan el análisis de la autopsia revela y coincide con los demás compañeros de calle que se adelantaron: Fallecimiento por COVID- 19.
Los cuerpos de hombres, mujeres que vivieron de la mendicidad, o del robo, durmieron en las banquetas o en las calles de la Ciudad de México, que sobrevivieron al abuso familiar, que huyeron del maltrato, que padecieron hambre, frío, lluvia, que se hundieron en las adicciones, que fueron perseguidos, muchas veces criminalizados, o que simplemente encontraron fuera y no dentro del hogar, la libertad, la vida no les alcanzó para recuperar fuerzas, sobreponerse y protegerse de la pandemia. La causa de muerte de los indigentes que han llegado al INCIFO en su mayoría, no ha sido, por abuso de sustancias, ni cánceres, ni trastornos por consumo de alcohol o enfermedad hepática o sobredosis, sino por las variables del COVID- 19: Neumonía Atípica e infartos. La fuente consultada por esta reportera, revela que desde Marzo a Abril ha ido en aumento, “hemos recibido unos 15 por COVID-19”
Pero, ¿Quién se hace cargo de ellos? ¿Quién les da su último adiós? ¿Quién los despide dignamente? De manera presencial y en teoría nadie.
¿A dónde van los cuerpos de estos hombres, mujeres y adolescentes sin familia y sin identificar? van a la FOSA COVID, ubicada en uno de los panteones más viejos, al poniente de la Ciudad de México. Lugar, que ha sido dispuesto en esta situación de emergencia por el Gobierno Capitalino y ha sido llamado así, porque es ahí a donde están llevando a quienes nadie reclama y durante su indigencia permanecieron sin techo y perdieron frente al COVID-19.
En base a la Comisión Nacional de Búsqueda (CNB) no se permite la cremación pues el argumento es que los cuerpos pueden entrar en la categoría de Personas Ausentes o Desaparecidas, sin olvidar a secuestrados o víctimas de desaparición forzada, -aunque la mayoría de ellos son sepultados en fosas clandestinas o enterrados en las mismas casas de seguridad-. Lo cierto, es que los cuerpos que ingresan a la Fosa COVID no son cremados aún bajo el riesgo de no saber el comportamiento del virus en un cadáver.
Según cifras de la Secretaría de Desarrollo Social en la Ciudad de México (SEDESO) y de acuerdo con el Diagnóstico Situacional de las Poblaciones Callejeras 2017 – 2018 habían sido identificadas 6 mil 754 personas ubicadas en indigencia, 5 mil 894 (hombres) que corresponde a un 82.27 por ciento y 860 (mujeres) que corresponde al 12.73 por ciento; además de que 4 mil 354 (65.67 %) viven y sobreviven en espacios considerados como vía pública, mientras que 2 mil 400 habitan en albergues de carácter público o privado.
La población fue ubicada en hombres de entre 18 y 59 años (82.66%), mujeres de la misma edad, (11.29%), hombres mayores de 60 años (3.74%) mientras que 1.9 % correspondió a menores de edad. Los esfuerzos del Gobierno de la Ciudad de México por arropar a los más vulnerables, a través de la Secretaría de Bienestar e Inclusión Social (SIBISO) han previsto a través de visitas a distintas alcaldías a fin de identificar quienes padecen síntomas de COVID-19 y a su vez, en caso de ser positivo el diagnóstico, usar una unidad móvil para su valoración y luego trasladarlo al albergue transitorio dentro del Centro de Asistencia e Integración Social (CAIS) Coruña para su aislamiento y evitar otros contagios. Sin embargo, y a pesar de este loable esfuerzo, la fosa COVID sigue recibiendo los cuerpos de los que alguna vez, pertenecieron a un núcleo familiar.
Hasta hoy, nadie puede decir la fecha exacta en que una parte de la vida volverá a ser allá afuera, en la calle, ojalá que cuando eso ocurra, sean muchos los que noten que aún está “El Johny” pero ya no está “El Ricky”, un indigente que duerme en la zona centro, que falta “El Azteca” o “El Lucas”. Espero que muchos pregunten por “Elenita” de la Alcaldía Cuauhtémoc, “El tirantes”, de la zona de Aeropuerto, el “Benjas” o “Nico” de la Alcaldía Iztapalapa porque ellos, al igual que “El Dani”, de la zona de Álvaro Obregón, a pesar de que decidieron vivir como muchos más en la calle, lucharon contra ellos mismos y aún así, día a día enfrentaban los retos de la supervivencia en total la adversidad, los climas, las reglas de la sociedad.
“Es triste que nadie venga a despedirlos”.
Y sí, los indigentes han llegado a la fosa COVID, sin un amigo, sin familia, sin que nadie note su ausencia ni los extrañe, mucho menos los reclame.
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