Imagine usted que una mañana cualquiera despierta y su cama es un colchón de clavos. Claro, usted se levanta y piensa que seguro que está soñando y que no hay manera de que eso sea posible, porque usted se compró un colchón increíble para su espaldita y nunca habría podido dormir en una cama de clavos. Va al baño y para acceder al escusado, hay una escalinata de esas de bombero, como de tres pisos. Usted, que tomó su tecito de dormir, ya no puede más, así que sube lo más rápido posible, mentando madres por tener que subir tres pisos de escalones incómodos nomás por ir a mear. Una vez devuelta la paz al cuerpo, se da usted cuenta de que está caminando con unos tacones de aguja de 23 centímetros. ¿Cómo? ¿A qué hora me dormí con estos tacones? Piensa usted. Es más, ¿a qué hora me compré unos chingados tacones de aguja de 23 centímetros si yo nomás manejo lo que viene siendo el zapato bajo? Como puede regresa a la cama para recostarse otro ratito y sí, la cama sigue siendo de clavos.
Usted se acuesta. Puede hacerlo con mucha incomodidad, pero puede. Por supuesto que a los 2 minutos se levanta y decide que mejor se da un regaderazo para ver si así se acaba este sueño pacheco que ya le está haciendo perder la paciencia. Abre la regadera y cae un chorrito de 15 gotitas por minuto y frías. Qué digo frías, heladas. Con esa poco agua, se acicala por aquí y por allá, le da una pasada a las partes pudendas, a la axila y como puede se lava la cara para salir de la pesadilla. Sigue con los tacones, están cosidos a sus pies. Para cuando llega a la cocina a prepararse un rico desayuno, sus tobillos ya están luxados, tiene cincuenta cicatrices en la espalda y le están dando ganas de ir al baño de nuevo, porque su digestión es impecable. Ahora descubre que además de todo tiene dos costalitos de arroz de a kilo cosidos a cada pantorrilla, y su intestino ya no puede más. Obvio, ya trae un humor de la chingada.
Bueno, algo más o menos así pasa, cuando descubres la desigualdad de género.
Primero, todo lo que “nunca te había molestado”, te empieza a horadar el alma, la paciencia y la conciencia y te das cuenta de que nunca te había molestado porque te habías hecho güey o porque te habías sentido tremendamente presionada como para manifestarlo, que tenías miedo a sentirte excluida, sobre todo porque todo mundo te decía: ¡no son clavos, mija, es colchón igualito que pa’ todo mundo, no te pongas de extrema, porque han de ser tus hormonas”.
Tu historia personal, se reescribe como la suma de los abusos de los que has sido objeto, con tu consentimiento y en tu carota. Tons te encabronas contigo y te sientes muy mal. O sea, de pendeja no te bajas.
Piensas que ahora tienes que ser perfecta, para demostrar que las mujeres de ninguna manera somos menos que los hombres. Claro, no se te ocurre pensar, que también tienes derecho a ser pendeja, ojete, apestosa, mal hablada, antipática o fan del América como cualquier persona. Que en eso radica también la igualdad, en que no tenemos que ser perfectas, tenemos que ser como podamos y queramos ser.
De pronto volteas y tu marido, tu hermano, tu compañero de escuela o el director de teatro que empezó a trabajar al mismo tiempo que tú, duerme en un colchón increíble, tiene su inodoro a tiro de piedra hasta con esos cojincitos que te echan calor en la pompita, sus zapatos dan masaje mientras camina y tiene unas alas increíbles que lo mantienen fuera del suelo. Por supuesto que tienes ganas de dispararle con una resortera con agujas de pica pica en los testículos, pero como eres buena persona (me olvidé mencionar, que además de ser perfectas, tenemos que ser buenas, porque somos dulces, amorosas y madres en potencia aunque tengamos 12 o 73 años. Para ser buenas nunca debemos ser groseras y violentas ni con el pensamiento. Es un entrenamiento duro, pero se logra. Pensar ojetadas, nos cuesta). Te aguantas las ganas de lastimar al ser privilegiado que tienes a un lado, pero algo es distinto.
Ya no hay manera de volver a dormir en una cama de clavos.
Ya no hay manera de aguantar el machismo.
Por eso cuando las Pussy Riot irrumpieron en el mundial, corroboré, que esto ya no lo para nadie. El hartazgo por la desigualdad de género ya no tiene marcha atrás.
El mundial es, el evento patriarcal por excelencia y no por el deporte ni por el juego, si no por la manera en la que está construido. Porque avala un mundo en el que un jugador (hombre, obvio) de fútbol gana el equivalente al presupuesto educativo de países enteros. La mayor parte de personas que viajan a ver los partidos son hombres, porque son quienes pueden pagar un viaje sobrevendido y sobrevaluado. Claro que van mujeres, en su mayoría acompañando a esos hombres. Porque la mayor parte de cronistas, reporteros y cobertura especializada son hombres. Las mujeres cronistas son pocas y las edecanes y modelos son miles. Porque está repleto de anuncios con cuerpos de mujeres como moneda de cambio, porque ocurre en un país cuyo gobierno le vale pito (así, pito) la trata de mujeres y que ostenta uno de los primeros lugares de explotación sexual infantil y de mujeres en el mundo pero eso no nos lo cuestionamos, igual le prendemos a la tele, igual avalamos a Rusia.
Por eso, cuando las Pussy Riot irrumpieron la final, mi corazoncito feminista se encendió y salieron fuegos artifíciales, porque esto ya no lo para nadie y porque admiro a grupos de feministas como ellas, que son tremendamente transgresoras y que hasta me hacen sonrojarme con sus acciones, porque claro que yo también soy bastante correcta y feminista blanca privilegiada.
En fin. Me hicieron el mundial.
P.D. Obvio no lo vi en vivo porque no vi el mundial. Gracias internet.